Encuestas indiscretas y respuestas diplomáticas: un par de matizaciones sobre el sesgo de deseabilidad social

Acabo de leer un post de interés en MarkÉtica, un blog de la Universidad Loyola Andalucía, que me ha dado pie para reflexionar sobre algunos límites del uso de las encuestas como medio de conocimiento… para según qué cosas. En particular, en ese artículo se hace referencia a lo que en la profesión denominamos Sesgo de Deseabilidad Social.

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Con esta terminología nos referimos a cómo las respuestas del entrevistado en una encuesta están condicionadas por lo que éste ha interiorizado como socialmente aceptable. Es decir, ante determinadas preguntas del entrevistador no queremos quedar mal, dar una versión de nosotros mismos que esté en contradicción con lo que la mayoría de la población piensa que debe hacerse o decirse. En tal situación, hay una alta probabilidad de que demos una respuesta que no se adecua a nuestros hábitos o pensamientos reales.

El sesgo de deseabilidad social no es más que una forma pedante, aunque muy amable, de referirnos a la hipocresía (pero también es verdad que éste último término no deja de ser una manera muy descortés de denominar a la diplomacia). En cualquier caso, la deseabilidad social influye decisivamente en la forma en que respondemos a determinadas encuestas. Y esta distorsión, voluntaria o inconsciente, puede afectar severamente a la utilidad de un estudio sociológico o de mercado.

Así, por ejemplo, los datos de los sondeos sobre la costumbre de separar residuos domésticos, con vistas a su futuro reciclaje, siempre apuntan hacia una extendidísima conciencia cívica y ecológica que entra en contradicción con las cifras reales y objetivas de toneladas recogidas en los contenedores urbanos especializados para cada tipo de deshecho. Lo sé porque he tenido que incluir (sí o sí) esa pregunta en más de un cuestionario sobre el tema.

Sin embargo, y aquí va mi primera reflexión de urgencia, estas respuestas “políticamente correctas” no son un necesariamente un lastre para la investigación, un factor desechable. Por el contrario, aportan al investigador una información valiosa, si sabe aprovecharla: cuando mentimos, minusvaloramos o exageramos alguno de nuestros comportamientos u opiniones estamos afirmando de forma latente la importancia social de los valores colectivos que hacen reprobable el hábito que se desvía de ellos. Especialmente si hay una contradicción flagrante entre lo que afirma la mayoría y los datos reales de comportamiento (entre el porcentaje de los que afirman separar residuos en el hogar y la proporción de toneladas correctamente separadas en sus contenedores especiales). En esos casos, reconocemos implícitamente que no seguir ciertos patrones de actuación o pensamiento es algo vergonzante, por lo que ocultamos o embellecemos nuestra realidad personal. Y eso sí es una conclusión interesante, eso sí nos dice algo relevante sobre una sociedad o sobre un segmento comercial respecto al objeto de análisis.

Con todo, este sesgo no es un problema metodológico de las encuestas, sino de aplicar esa poderosa herramienta de conocimiento a un objetivo para el que no está pensada. En el ejemplo que he puesto o en los que se indican en el blog que enlazo, lo que se busca es identificar comportamientos (reciclaje, futura compra de un producto “ético”, el recuerdo o la intención de voto, etc.). Es decir, se quieren cuantificar hechos. Pero una encuesta no cuantifica hechos, sino declaraciones. Y ya sabemos lo que hay del dicho al hecho…

Si lo esencial a los fines de un estudio es medir la presencia real de ciertos usos, lo suyo sería aplicar otras técnicas de investigación, distintas a la encuesta, como la observación participante o el diseño de experimentos u otras. El problema es que queremos la rotundidad inherente a los resultados porcentuales, la fiabilidad estadística de la encuesta y la representatividad de un muestreo probabilístico, pero todo eso es mucho más difícil o más costoso de alcanzar por esos otros medios.

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